Los esfuerzos dirigidos hacia el futuro son desplantes ante un pavoroso espejo que prescinde de juicios y solo se dedica a ser una cámara de vigilancia a la altura de cada ladrón. Todas esas posturas, todas esas genuflexiones soberbias, ese masticar entre líneas, esas miradas de duelo del oeste, todo ello es recogido por el espejo que derrama la arena como un mal menor, como un simple chiste anecdótico que debe registrar en su constante vigilancia de lo cotidiano. Está en su naturaleza desplegarse sobre la línea temporal y mostrar sus acciones al arrepentido proyecto de criminal, que asiente ante una rueda de reconocimiento en donde todas las caras son culpables o lo serán en cuestión de segundos.
Todos nuestros movimientos, todas las poses, el sacar músculo, la lengua, el corazón y las vísceras, todo ello poco importa cuando el espectador es uno mismo y no termina de creerse la función.
Como asomarse a un monitor de vigilancia a registrar tus propias payasadas con un segundo de distancia.
Querer verte a ti mismo, cuadricularte en el tiempo, duplicarte en el continuo, visitar a un antiguo compinche en una cárcel lustrosa con pantalla de plata y preguntarse por qué se hizo aquel crimen.
Y responderte, desde dentro de la cárcel del tiempo pasado, que no fue tal.
Que fue una broma.